Por un ambientalismo racional, liberal y pro-desarrollo

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PABLO ANDRÉS CRIMER
Profesor del departamento de Derecho de la Universidad de San Andrés. Asociado Senior en Bruchou & Funes de Rioja. Experto en derecho ambiental.

Por un ambientalismo racional, liberal y pro-desarrollo

En nuestro país, gran parte de la agenda pública ambiental está dominada por una ideología retroprogresista que limita el desarrollo y el progreso humano. Esa visión parte de la idea de que hay una guerra entre las personas y la naturaleza, y propone la imposición de restricciones a la primeras para salvaguardar a la segunda. Por ello, en los últimos tiempos, han proliferado normativas prohibitivas de actividades productivas sin mensurar sus reales impactos ambientales, sociales y económicos.

Debemos preguntarnos: ¿por qué el foro ambiental local está monopolizado por esta visión ecopobrista militante? ¿Por qué sólo se escuchan posiciones prohibicionistas que bloquean el desarrollo de las personas, y que están en contra del progreso, la empresa y el mercado? ¿Por qué nos hemos rendido a que el discurso mainstream ambiental se base en el miedo y en la eco-ansiedad, en lugar de la ciencia y la razón? Aunque suene llamativo -además de elitista y cruel- varios pregonan por el decrecimiento como la única solución a la problemática ambiental y climática.

Ante ello, propongo un cambio de paradigma. Mi propuesta es que, quienes piensan diferente, se animen a desarrollar un discurso distinto. Propongo un ambientalismo antropocéntrico, en favor de la protección ambiental y del desarrollo económico y social, que eleve la integridad, la libertad y la dignidad de la persona. A esta posición la he denominado ecodesarrollo humanista, racional y liberal. Para proteger el ambiente y alcanzar mayores estándares de progreso, se necesita más crecimiento y más desarrollo.

Los que no se identifican con posiciones extremas o dogmáticas deben tener un discurso propio que propugne por el ambiente, la creación de riqueza en una economía de mercado, la disminución de la pobreza, el desarrollo sostenible y la libertad. Bajo esta propuesta, las decisiones de políticas públicas deben basarse en la ciencia y la razón.

En la actualidad, la problemática radica en que el discurso de ese pseudo- ambientalismo es mayoritariamente anticiencia, dogmático y prohibicionista, lo que condena al país al atraso. Una de sus falencias radica en que no acepta que el ambiente saludable debe ser también sostenible para las personas. Al vedar actividades productivas sin fundamentos técnicos, se obtura el desarrollo de la industria y, sobre todo, de las personas. Nos alejamos del sendero del desarrollo sostenible cuando se obstaculiza la libre industria.

En general, a esa posición no le interesa la ciencia. Se basa, principalmente, en dogmas incuestionables o pseudoreligiosos, así como en falacias. Se trata de una cuestión emocional, basada en el miedo irracional o en el pensamiento mágico. Se prohíbe de manera irreflexiva, siendo que se trata de una guerra: el ser humano depredador es el enemigo de la naturaleza.

Lamentablemente, la cancelación ambiental está de moda. Señalar que las empresas son malas y contaminan es un discurso infantil y facilista, pero bastante efectivo. Lo cierto es que hoy se logra ese cometido utilizando las herramientas de comunicación digital del siglo XXI. En la infocracia en la que vivimos, nos dejamos afectar demasiado por la información que se sucede rápidamente. El frenesí informativo nos aturde, siendo que las emociones son más rápidas que la racionalidad. Byung-Chul Han señala que no son los mejores argumentos los que prevalecen, sino la información con mayor potencial de excitación. El retroambientalismo se empodera con el uso de las fake news o fragmentos de información descontextualizada.

Vale aclarar que no todo reclamo de aquel sector es irracional. Lo que señalo es que toda posición y, en particular, las que se traducen en políticas públicas, debe basarse en la ciencia y en la verdad empírica. Por ello, resulta aceptable -y necesario- prohibir actividades antrópicas dañosas cuyos impactos no pueden ser mitigados, pero dicha restricción sólo puede basarse en una decisión fundada en criterios científicos, con razonabilidad, y luego de un análisis de riesgos y una evaluación de impactos ambientales, económicos y sociales. En un país con un índice de pobreza moralmente insoportable, la prohibición de actividades productivas debe ser la última instancia, no la primera.

Sin pretensión de originalidad, mi propuesta para Argentina es el desarrollo de una nueva agenda pública que ponga foco en la protección del ambiente y, al mismo tiempo, en el desarrollo económico y social. El progreso humano sólo puede lograrse con más libertad, industria, educación y trabajo, y previniendo -al mismo tiempo- la degradación ambiental. Lo cierto es que el desarrollo integral tiene tres dimensiones: económica, social y ambiental.

La problemática ambiental es una cuestión demasiado importante como para que sólo se escuchen las propuestas de un solo sector. Por ello, las opciones políticas que no coinciden con el ecopobrismo militante deben animarse a tener un discurso ambiental propio. Resulta complementaria la protección ambiental con el estado de derecho, el republicanismo, la democracia liberal, la propiedad, la libertad individual y la economía de mercado. El derecho de trabajar y de ejercer industria lícita no son obstáculo, ni impedimento alguno, para garantizar el derecho a un ambiente sano.

Para lograr aquello se necesita confiar en la ciencia. Los proyectos productivos, así como las políticas públicas, deben ser sometidas a evaluación de impactos ambientales, económicos y sociales, con análisis de riesgos. Se requiere, también, una discusión pública transparente, con libre acceso a la información ambiental y participación ciudadana.

Para alejarnos del retroprogresismo propongo, humildemente, el remedio de la ilustración. El progreso humano se logra afianzando la libertad, bajo el imperio de la razón. Soy optimista: la razón y la ciencia han mejorado el desarrollo humano, como señala Steven Pinker. Por ello, frente al desafío del cambio climático deben adoptase medidas de mitigación y adaptación, pero no basadas en la eco-ansiedad, sino en la ciencia. La transición a una economía baja en carbono puede -y debe- hacerse promoviendo el desarrollo humano integral.

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